La creciente demanda de alimentos más saludables, amigables con el ambiente y respetuosos de los derechos laborales ha generado la proliferación de sellos en los empaques que aseguran cumplir con las exigencias de los consumidores, la mayoría creados o impulsados por la gran industria alimentaria.
Hasta hace cuatro años, para poder exportar café orgánico desde su finca en uno de los estados cafetaleros más importantes de México, Veracruz, Gisela Illescas Palma, una agricultora mexicana, dedicaba una parte importante de los ingresos económicos de su negocio para costear el pago de las credenciales que certificaran la naturaleza orgánica de sus productos. Como a otros 127 mil agricultores de América Latina, la promesa de nuevos mercados y mejores ingresos desde Estados Unidos y la Unión Europea la motivó a destinar fondos, tiempo y recursos en estos procesos anuales.
Las principales certificaciones de productos orgánicos son expedidas por los gobiernos de países más ricos, como Estados Unidos y Europa, ambas regiones se comercializa el 90% de los productos orgánicos del mundo. América Latina exporta a ambas regiones 187,355 millones de toneladas de café, según el informe de 2023 del Instituto de Agricultura Orgánica de Suiza.
Según datos de comercio internacional obtenidos por OjoPúblico, entre 2018 y mayo de 2024, el 18.55% del café exportado de México proviene de productores con certificación orgánica; en Perú, 61.91%; en Colombia, 34.66%, y en Ecuador 2.46%. Estas citas son aproximadas, pues no existe un arancel específico para el café orgánico y algunos productores exportan tanto el certificado, como el que no.
Luego de 4 años de apostar por las certificaciones orgánicas mexicana, europea y de Estados Unidos, la organización campesina, Vinculación y Desarrollo Agroecológico en Café, de la que Gisela Illescas es integrante, decidió no volver a renovarlos.
“Nosotros le dedicamos al año tres meses para preparar toda la información que se requería para solicitar la inspección, era mucho trabajo interno, con cuatro personas dedicadas a revisar todas las parcelas y todos los procesos”, cuenta desde Veracruz. Las ventas asociadas al sello orgánico no garantizaban el retorno de inversión en tiempo y recursos.
Su organización pagaba por la renovación de los sellos, USD 3.800 cada año. A esto se suman los honorarios de las personas especializadas que debían preparar los informes y el costo de la inspección. En total, según Illescas, cada año destinaban entre el 15% y 17% de sus ganancias a la renovación, lo que no necesariamente se traducía en un mayor mercado. Desde entonces, dice que se dedica a prácticas agrícolas que ella considera tienen un mayor impacto ecológico, sin la validación de un sello.
Un análisis de la Red Investigativa Transfronteriza de OjoPúblico muestra cómo en los últimos años, la exportación de productos orgánicos se ha incrementado desde Perú, Ecuador, Colombia y México, principalmente hacia Estados Unidos y Europa.
Desde que se impulsó el primer sello orgánico en 1946 a la fecha, se ha desarrollado un mercado de certificadoras que venden sus certificados simultáneamente a multinacionales de la industria alimentaria y a pequeños agricultores para que incorporen sus sellos en el empaque, como garantía de que el producto vendido es realmente orgánico. Sin embargo, no todos tienen el mismo estándar, muchas veces sus procesos son poco transparentes, y representan una serie de trámites complejos para los pequeños agricultores, dejándolos fuera del alcance de los mercados
Para esta investigación, OjoPúblico identificó más de 50 sellos, entre privados y públicos, que certifican el origen orgánico de un producto.
Para cumplir con la certificación de producto orgánico, por ejemplo, la tierra debe tener un periodo de transición de entre dos y tres años, los campesinos deben pagar por los cursos para prepararse, pagar a un inspector independiente que evalúe sus procesos de siembra y valide que el campo y los procesos cumplen con los requerimientos.
El investigador Pablo Pérez Akaki, doctor en geografía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), reconoce que este tipo de certificaciones ayuda a los campesinos a organizarse y a encontrar nuevos canales de comercialización, pero también señala que estos mecanismos no favorecen a los pequeños productores, y se pregunta “¿quién tiene la autoridad para definir esos requisitos?”
Dos de las certificaciones orgánicas con más peso en el mundo son las que otorgan el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (denominada USDA, por sus siglas en inglés) y el de la Unión Europea, la Euro Hoja. Ambas han tenido procesos de revisión en los últimos años debido a que se han identificado productos con sus sellos que no cumplen con los criterios de orgánico.
Según el Instituto de Investigación de Agricultura Orgánica, una organización suiza sin fines de lucro, solo en 2021 se exportaron más de 2,7 millones de toneladas métricas de productos orgánicos desde América Latina y el Caribe a la Unión Europea y Estados Unidos, lo que representa el 56,8% de este tipo de exportaciones hacia estas zonas.
El número de organizaciones y empresas certificadas como orgánicos por el USDA superó los 46.409 en 2024 en todo el mundo, el 19% corresponden a América Latina.
Para las empresas con certificación orgánica de la USDA, las exportaciones a los Estados Unidos fueron un 20,3% mayores que las que no tienen, y por eso para las empresas se ha vuelto tan atractivo contar con este sello.
Entre las empresas que más exportan, según los datos analizados por OjoPúblico se encuentran las trasnacionales Olam Group, que opera en más de 60 países, la suiza Nestlé, otras que son proveedoras de marcas como Hershey y Mars, o algunas empresas nacionales importantes como las colombianas de los grupos Nutresa y Sucafina.
Las certificadoras establecen los mismos estándares para las grandes corporaciones de alimentos que para los pequeños agricultores.
Una serie de casos muestra, sin embargo, que incluso estos sellos no logran en muchos casos garantizar el carácter orgánico de un producto debido a fallas en el sistema de fiscalización. Por eso, las autoridades en Estados Unidos y la Unión Europea han intensificado sus procesos de supervisión. Según un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) publicado este año, las “cadenas de suministro orgánico se han vuelto cada vez más complejas, reduciendo la transparencia en el mercado y dando lugar a casos documentados de fraude”.
Entidades con intereses en el comercio orgánico en Estados Unidos, como la Asociación del Comercio Orgánico de Estados Unidos (OTA), han impulsado al gobierno de ese país a que se reduzca la cantidad de suplidores no certificados en la cadena de suministro.
A raíz de estos llamados, el Departamento de Agricultura publicó nuevas reglas el año pasado para restringir aún más la definición de “orgánico” y ahora requiere que toda la comida importada al país como “orgánica” tenga la certificación de la USDA.
Además, los cambios al Reglamento Orgánico de Estados Unidos, que entró en vigor en marzo de este año, obliga a los productores certificados a mantener récords de trazabilidad y someterse a inspecciones anuales en el campo. Esto, dijeron las autoridades, como parte de sus esfuerzos para eliminar el fraude en la importación de alimentos orgánicos.
El mercado y la promesa de los sellos
En el mercado de las certificaciones, otro de los sellos que se está expandiendo es el denominado comercio justo o Fairtrade. Esta certificación busca verificar y garantizar que los productores reciban un pago justo por su producto. Actualmente, existen al menos seis de estos certificados de comercio justo de alcance mundial.
La Unión Europea también ha hecho esfuerzos para proteger a sus consumidores de la venta de productos que hacen “afirmaciones ambientales engañosas”, pues han encontrado más de 200 etiquetas de sostenibilidad en la región. Un estudio realizado en 2022 de la Comisión Europea encontró que el 40% de las etiquetas verdes no tenía fundamento. Por ello, desde 2023, para vender productos que afirmen ser ecológicos, los productores serán sometidos a verificaciones independientes y las afirmaciones deberán estar fundamentadas con evidencia científica. La Organización Mundial de Alimentos (FAO) señala que la mayoría de las normas para la agricultura orgánica fueron creadas por agencias certificadoras privadas, aunque cada vez hay más países que han desarrollado sus normas nacionales. Sin embargo, que un país desarrolle una certificación local -como las existentes en Brasil, Perú o Colombia- no garantiza que esta sea reconocida para que el producto sea exportado como orgánico, por lo que el exportador deberá adquirir una etiqueta que sea aceptada oficialmente por el país importador.
En el caso de México, por ejemplo, el precio por acceder para la certificación local de alimento orgánico cuesta alrededor de USD 1.200 anuales. En el caso de que un productor quiera exportar orgánicos a Estados Unidos o a la Unión Europea, debe realizar los trámites ante las autoridades de esas regiones.
Un despacho autorizado en supervisar el proceso para realizar la certificación que opera en Guatemala, Costa Rica, Honduras, México, Nicaragua, República Dominicana, Chile, Perú y Colombia cobra por los trámites por cada producto, alrededor de USD 3.000 para implementar el proceso que ayude a obtener el sello de USDA Organic. Si se requiere el certificado de alguna otra zona, como el de la Unión Europea, se deberá pagar entre USD 350 y 550 adicionales. Este monto puede ser insignificante para una empresa grande, pero no lo es para las asociaciones de agricultores más pequeños.
De acuerdo a la información publicada en la página de la Comisión Interamericana de Agricultura Orgánica, nueve países latinoamericanos cuentan con sus propios sellos para identificar a los productos orgánicos en sus mercados nacionales, como Colombia, México, Argentina, Ecuador y Brasil. Hay 19 países que tienen una legislación en materia orgánica implementada, pero muy a menudo los comerciantes solo usan las etiquetas de la Unión Europea o de los Estados Unidos.
Una alternativa de certificación son los Sistemas Participativos de Garantía (SGP) como entidades de certificación para la agricultura orgánica al mismo nivel que los organismos de certificación de terceros.
Los SGP se conforman gracias a la participación de la comunidad local, se basan en la confianza mutua, las redes sociales comunitarias y buscan el intercambio de conocimientos. Se definen como procesos sin fines de lucro, compuestos por un equipo técnico, consumidores y productores que comparten sus conocimientos.
Actualmente, los SPG están contemplados en las normas de Ecuador, Perú, Paraguay, Bolivia, México, Costa Rica, Chile, República Dominicana y Brasil. La Comisión Interamericana de Agricultura Orgánica explica que su alcance varía según cada país. Es decir, algunos sistemas, como los de Chile, México, Bolivia, Paraguay, Perú, y otros, pueden usar el logo de las certificaciones otorgadas por sus respectivos gobiernos.
Comercio justo
En los pasillos de los supermercados de Londres es fácil encontrar cafés o chocolate de origen latinoamericano, las etiquetas señalan que son orgánicos, respetuosos con el ambiente y que los agricultores recibieron el pago justo por sus productos. La demanda de estos productos es tal, que hay pasillos enteros en los que se exhiben estos alimentos buscados por los clientes más conscientes.
Los sellos de Fair Trade o Comercio Justo surgen alrededor de 1960 en Holanda, con la intención de frenar las prácticas abusivas de las grandes empresas en contra de los pequeños agricultores, estos sellos establecen los precios mínimos que se les debe pagar a los agricultores por sus productos, y que, al mismo tiempo, los procesos de estos respondan a actividades sostenibles con el ambiente y que a largo plazo mejore la calidad de vida de sus comunidades.
Los productos más comprados con el sello de comercio justo son flores y plantas, plátanos, cacao, café, azúcar, algodón y café. Los países latinoamericanos con más productores certificados son Perú, Colombia, Honduras y México.
En este rubro, existen distintas certificaciones, siendo la más extendida a nivel mundial el sello de Fair Trade International, que fue fundada en 1997 y tiene su sede en Alemania. Para obtenerlo, los campesinos deben cumplir con los requerimientos de la agricultura orgánica y no usar productos prohibidos. Pero también tienen reglas sobre la trazabilidad de los alimentos que ostentan su etiqueta, es decir, “que se mantienen aislados de los productos no Fairtrade, desde la finca hasta el producto con etiqueta Fairtrade que se encuentra en la tienda”. Sin embargo, la organización reconoce que rastrear los productos “puede ser arduo y costoso”, especialmente en el caso del cacao, el té, el azúcar y los jugos de fruta.
Para asegurarse de que los agricultores y trabajadores tengan las máximas oportunidades de vender sus cultivos certificados, la organización permiten el “balance de masa”, es decir, que se puedan “mezclar productos Fairtrade con otros no Fairtrade durante el proceso de manufactura, a condición de que los volúmenes reales de ventas bajo los términos Fairtrade se rastreen y auditen“.
Otra área flexible en los productos con esta etiqueta es aquellos que comercializan productos compuestos, es decir, aquellos con más de un ingrediente, por ejemplo chocolate, en ese caso, Fairtrade Internacional permite que “por lo menos, un 20% del ingrediente del producto alimenticio compuesto debe ser certificado como Comercio Justo Fairtrade”.
Atrás quedó el movimiento que buscaba apoyar a los campesinos con un comercio solidario, alternativo y equitativo. Pablo Pérez Akaki, académico de la UNAM, señala que “de repente empezaron a aparecer en medio instituciones muy grandes que empezaron a poner reglas, a tratar de normar y creció tanto y se volvió tan interesante el comercio justo que también despertó el interés de algunos otros participantes grandes, como Starbucks”
Los sellos Fairtrade se volvieron sumamente populares entre los consumidores, tanto que no solamente certifican alimentos, sino también empresas textiles, balones para deportes, créditos de carbono, oro y otras piedras preciosas.
Una investigación académica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas encontró que los cafés con sellos Fairtrade, que además cuenten con la certificación orgánica, reciben un premio, por parte de la certificadora, de 30 centavos de dólar por libra vendida. Obtener la certificación de comercio justo con Fairtrade cuesta entre USD 3.200 y 10.700, dependiendo del tamaño de la organización de productores agrícolas y el tipo de alimento a certificar.
La productora mexicana Gisela Illescas Palma cuenta que mientras Fairtrade garantiza entregar al productor un 40% de las ganancias, la cooperativa de la que ella es parte, que agrupa a 150 productores, paga el 70% de lo obtenido.
Para Pérez Akaki, el problema con la proliferación de certificaciones se debe a que no existe alguna autoridad que las regule y de esa forma, estas asociaciones establecen sus propios estándares, “y ellas mismas crean sus propios organismos para autorregularse y así ha pasado eso en el comercio justo”.
“Se ha desvirtuado ese propósito original de una transformación estructural del comercio de bienes global, que vincula sociedades de muy diferentes características, y termina siendo: los pobres del sur y los ricos del Norte”, añadió el académico.
Cacao Amazónico
Existen otras certificaciones para regiones específicas. Por ejemplo, el sello Cacao Sostenible de Origen Amazónico del que son parte Ecuador, Perú, Brasil y Colombia, países productores del 15% del cacao del mundo, el 95% de su volumen proviene de pequeños agricultores, algunos de ellos indígenas. El objetivo del programa es promover prácticas agrícolas sostenibles que garanticen la trazabilidad, seguridad y calidad.
Esta iniciativa es apoyada principalmente por la Tropical Forest Alliance, que se define como una plataforma que “fomenta la colaboración intersectorial” y fue creada en el año 2012, que tiene como aliados a las multinacionales Carrefour, Cargill, Kellogg’s, Mars, Mondelez, Nestlé, Pepsi, Unilever, Walmart, entre otros.
La analista del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias para el desarrollo rural integral, de la Universidad de Chapingo, Laura Gómez Tovar, explica que esta certificación “vende la idea de que [los productos] son más naturales, pero cuando se profundiza en las normas ves que sí permiten algunos agroquímicos y ponen ciertas reglas en término social”.
Algunas de estas empresas han sido cuestionadas por el incumplimiento a sus compromisos de ser más verdes, por ejemplo Nestlé, que ha sido denunciada públicamente por no cumplir con ninguna de las nueve recomendaciones relevantes de las Naciones Unidas (ONU). La organización Changing Markets ha denunciado que la empresa suiza, no ha cumplido con su compromiso de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. También ha sido acusada por Greenpeace por impulsar el uso de plásticos a pesar del daño ambiental que provocan.
Certificaciones de expectativas
Para la organización española Justicia Alimentaria, el problema no es del sello ecológico en sí, sino de las expectativas que generan. “Se le puede exigir algunas mejoras ambientales en la producción, pero nada más. El impacto ambiental de la alimentación va más allá de esos aspectos productivos mejorados”, dice la organización en un informe.
La asociación señala que la “mayor parte de los sellos se los han inventado la misma industria alimentaria, y están muy lejos de ser lo que crees que son, cuando los ves en un alimento. Son fake”, señala el informe de la organización.
El asunto que plantea Justicia Alimentaria es más profundo: “¿Qué tipo de libertad es esta en la que se puede elegir entre una alimentación que daña al ambiente y otra que no? ¿O una en la que se puede explotar a las personas y otra que no? Si como sociedad hemos decidido que queremos una alimentación con ciertos atributos en salud, ambiente, clima y derechos humanos, la queremos toda así. Es la política pública, impulsada socialmente, y no los sellos autogenerados por las corporaciones alimentarias, donde está el campo de batalla para conseguir la alimentación que deseamos”, dice el documento “Las mentiras que comemos”.
El propio Instituto de Investigación de Agricultura Orgánica de Suiza reconoce que una crítica común a este tipo de negocios orgánicos lo que hacen es sustituir productos no orgánicos con productos orgánicos, en vez de rediseñar sus prácticas hacia mejorar la sostenibilidad.
“La conservación del ambiente debe ser examinada más detenidamente por las agencias de certificación”, dice el informe, y pone como ejemplos el jengibre en la Amazonía, el café en Perú y el cacao en toda la región.
“Otras experiencias donde la producción intensiva de cultivos orgánicos condujo a problemas ambientales, degradación o debilitamiento de las organizaciones campesinas (quinua en Bolivia y Perú) deben ser estudiadas y aprender la lección”, señala.
El agrónomo chileno Miguel Altieri cuestiona otro punto en torno a las certificaciones. Considera que “no contribuyen a la seguridad alimentaria de las poblaciones porque encierran a los agricultores en una lógica de mercado de exportación”.
Añade que el sistema de certificaciones también incentiva el monocultivo, la práctica de concentrarse solo en una especie de planta con un impacto ambiental negativo. “Muchas veces cuando el precio es bueno, los agricultores transforman toda su tierra, dejando de lado sus parcelas de alimentación y ahora tienen que comprar la comida que antes producían y cuando los mercados caen ya no tienen que comer porque perdieron su soberanía alimentaria”, dice.
Hace 4 años que la organización cafetalera a la que pertenece Gisela Illescas dejó de certificarse. Dice que si bien aprendieron sobre sus procesos de producción, también descubrieron que “nuestras prácticas tienen mucha más amplitud que solamente un producto orgánico”.
Entre esas prácticas, Gisela dice que han creado un programa de abejas y de monitoreo del agua que ayudan a la sostenibilidad de su territorio.
“La agroecología para nosotras es una forma de vida”, señala Gisela. “Tiene que ver con el uso de principios ecológicos, pero que también está enmarcado en un tema de justicia social, justicia económica, justicia de género, justicia alimentaria”. CO